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LA NIÑA DE LOS SENTIMIENTOS


Eliana, no entiende porque ella es así. Hace pocos días cumplió dieciocho años y siente que su vida aun no ha llegado nada bueno. Así de voluble, indecisa, chillona, quejona, atolondrada, eufórica y melancólica todo en un mismo tiempo. Nadie le tuvo la absoluta paciencia solo su amiga Cristina, quien fue su amiga desde los doce años. Edad en la que ambas empezaron a cambiar y descubrir en mundo de su sexualidad. Eliana, por ratos quería ser niña, quería ser mimada y engreída por sus padres como cuando ella tenía cuatro años. Pues nadie sospechaba de su trastornada personalidad, creían que era parte de su crecimiento y rabietas de todo niño. Jamás pensaron que esa rabieta les demandaría harto agotamiento físico y mental para sus propios padres, que poca paciencia eran la que tenían. Eliana y Cristina fueron buenas amigas, ambas se visitan fluidamente, sabían una de la otras, y jubilo de Eliana, siempre hacían lo que ella se proponía. Una vez Eliana, se le vino una fantástica idea, la de tocarse sus pechos y así compararlos. Cristina como siempre terminó accediendo y corriendo se encerraron en el baño, levantandose el polo Eliana con mucho temor le llegó a rozar parte de su pecho, esta le propuso a la amiga que también hiciera lo mismo con ella. Cristina se quedó petrificada con los nervios y curiosidad encima, pegó su mano entera e inmediatamente la soltó. Ambas se acomodaron los atuendos, y salieron corriendo.
Eliana, llegaba siempre cansada a casa, después de clases, estaba harta, excitada, de tanto estudio, sentía que todo lo que hacia en ese preciso instante estaba de más. Y de rabia acumulada tiraba patadas contra las puertas, se sentía menospreciada por sus demás compañeros porque había escuchado rumores sobre ella, le decían la loca entre dientes, eso le enfadaba, el enfurecía al poco rato era otra, y se encontraba echada en su cama llorando por el amor de Miguel, un chico de tan solo catorce años que ni caso le hacía. Había hecho de todo para que fuera su amigo, mientras que su mirada era por encima del hombro.
Eliana, pasó su adolescencia, odiando las clases de matemáticas, nivelandose en cada curso, porque le costaba mucho esfuerzo concentrarse, generalmente olvidaba los pequeños detalles. Era celosa con su amiga Cristina y no permitía que nadie se aproximara a ella, sin antes aprobarla. Siempre tenía algo planificado o improvisado una y otra nueva iban llegando, para poder reconquistar el amor de Miguel, ¿acaso no estaba perdido?, pregunta Cristina. Pues no con voz determinada y punzante responde Eliana. Aun quiero saber de él. No he perdido la batalla, sentenció.
Al acabar la secundaria, Miguel se mudó a la capital para poder estudiar en una mejor universidad. Mientras que la confundida chica sollozaba incansablemente por el amor que se le escapa de las manos. Cristina su amiga en ese entonces, la fue a consolar. Esa tarde, más tranquila. Cristina le confesó que también se cambiaría de escuela. Eliana rompió en llanto y maldijo al mundo que estaba en contra de su favor. Al quedarse sola, agarro una tijera y comenzó a rayar las paredes con esta. No lo soportaba no soportaba su histérica vida, no se soportaba así misma. Estaba harta y no había nadie quiera la rescate del pozo donde yace metida. En casa a raíz de las intolerancias de su propia hija, la familia terminó requesbrajándose. Todos los días era igual o ideas melancólicas acompañados de sacudones de enojo, e incontenibles gritos, esto era demasiado.
Al cumplir dieciocho años, se dio cuenta que no tenia amigos, todos los había echado a perder, e inclusive al cambiarse de escuela Cristina, dejó de comunicarse.
Lo único que le tranquilizaba y le regulaban el humor eran unas pastillitas recomendadas por un doctor amigo de su tía. Aun así no comprendía porque esos cambios tan bruscos, siempre se sentió sola y hasta abandonada, era posesiva, y solo buscaba amor en las manos del chico que le gustaba. Y ahora quien si no estaba él. Por ratos comenzaba la lluvia de ideas y entendió que debía tomar las pastillas en cada crisis, en cada desnivel, en cada tropiezo que tuviera con sus sentimientos. Al final, después de cada acto, siempre pedía perdón.

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